Interface Pipes - usuario, subjetivación, materialidad - Apuntes Por Pau Alsina

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Devenir Interfaz para construir mundo: apuntes para una teoría.

Desde los inicios de las primeras experimentaciones artísticas con los ordenadores en los años 1960 las interfaces se convirtieron en el territorio de acción y campo de batalla de la práctica artística ya que pronto se tomó conciencia que justamente era en estas donde se mediaba en la relación entre el hombre y la máquina, traduciendo signos y señales para facilitar la comunicación entre ambos. Los diferentes modelos de mundo inscritos en hombre y máquina chocaban en el espacio intersticial que establecía tanto puentes de comunicación como fosos de incomunicación entre lenguajes y modelos mentales absolutamente diferenciados. La práctica artística, en su voluntad constructora de mundo y transformación de la realidad, se instaló justo en este espacio intermedio, consciente que era ahí donde todo se ponía en juego. La informática a su vez, en íntima conexión con la cibernética, procuró desarrollar progresivamente una mejor interacción de las máquinas con los humanos.

En el esquema tradicional de interacción entre hombre y ordenador el usuario debe poder dar las órdenes y al mismo tiempo recibir las respuestas del ordenador que a su vez ha sido capaz de recibir y procesar la información enviada por el usuario. Del mismo modo el usuario debe poder readaptar la información enviada para conseguir una respuesta óptima por parte del ordenador. El espacio donde tiene lugar este intercambio de información entre usuario y ordenador es la interfaz. Esta interfaz puede tener diferentes formas como por ejemplo las interfaces gráficas de usuario (o lo que hoy entendemos como sistema de ventanas en el marco de un sistema operativo), el ratón (inventado por Douglas Engelbart), la tableta gráfica (inventada por Ivan Shuterland), el guante interactivo (co-inventado por Jaron Lanier) o incluso otros interfaces más experimentales, con intencionalidad artística como es el caso de la carcasa inmersiva que interactua a través de la respiración del usuario (creada por Char Davies).

En este sentido, uno de los pioneros de referencia en la historia de la informática y el avance de las interfaces fue sin duda Douglas Engelbart quien se dedicó a intentar hacer las computadoras más fáciles de usar para así poder hacer accesible los ordenadores a los usuarios no especializados. Por ello dedicó su vida a investigar y desarrollar proyectos que facilitaban este uso intuitivo, sin la necesidad de que fuera necesario realizar un aprendizaje intenso para poder utilizar los ordenadores. Fruto de sus esfuerzos en 1963 inventó el "Mouse", el famoso ratón que hoy en día todavía utilizamos para desplazarnos por el escritorio del ordenador y señalar las acciones que mandamos ejecutar a la máquina. El ratón coordinaba el ojo (la vista) y la mano (el movimiento) para establecer una interacción entre hombre y ordenador de forma bastante intuitiva más allá del sistema de comandos en el teclado por ejemplo.

Otro pionero como Ivan Shuterland también en 1963 desarrolló su proyecto Sketchpad, una interfaz de envío de datos al ordenador a través de un lápiz y una tableta que recogía los movimientos del lápiz sobre él y los enviaba al ordenador que los procesaba. Este instrumento sirvió después de base para el desarrollo de la infografía y todos los sistemas de CAD que actualmente se utilizan. De igual manera mano y visión se aliaban para el control e intercomunicación entre humanos y máquinas. Y en esta línea también las interfaces gráficas de usuario o GUI evolucionaron mucho a lo largo de su historia adaptándose a los avances tecnológicos y los nuevos requerimientos de los usuarios. Desde el ordenador Alto de Xerox, hacia el 1973, pasando por las GUI del Apple Macintosh en 1983, (que es el primer ordenador personal a un precio asequible preparado para trabajar con gráficos y sonido) hasta llegar al Windows con sus sucesivas versiones, o al sistema operativo Linux con su código abierto y desarrollo distribuido.

Respecto a las interfaces de usuario gráficas (GUI) se basan en los estándares de interacción humana con computadoras que se han ido desarrollando desde los años 1950. En el caso de las GUI se parte habitualmente de la metáfora de la oficina, una metáfora que, con su aparente claridad y funcionalidad, contextualiza las acciones posibles de interacción para poder recordarlas más fácilmente. Eso si, para poder leer esta metáfora hay pero un cierto contexto cultural que haga intuitivas las funciones desarrolladas en la GUI. Si no hay este contexto entonces elementos como el escritorio, la papelera, el archivo de documentos, las carpetas difícilmente serán entendidos sino es a través de un aprendizaje más o menos intenso. La variable cultural esta presente de facto en el diseño de interfaces efectivas ya que el correcto uso de metáforas remite a esa dimensión social y cultural de forma inevitable.

El ideal del ordenador invisible de Donald Norman vendría a suponer la creación de una interfaz ideal donde la comunicación entre hombre y ordenador se establecería de la manera menos traumática posible adaptándose a las lógicas de funcionamiento específicas de ambos elementos para que el espacio entre tecnología y usuario se convierta en un espacio vacío. Es entonces cuando podemos decir que la comunicación se convierte completa, plenamente integrada con la manera de transmitir información del usuario que accede a un sistema usable, seguro y funcional.

De esta manera el diseño de interfaces basadas en las pantallas y aparatos circundantes fue poco a poco dando lugar a una disciplina llamada Interacción-Persona-Ordenador orientada a la resolución de tareas y a la eficiencia comunicativa mediante la retroalimentación, minimizando la frustración y maximizando el beneficio con premios tales como los sonidos del click o silbidos de todo tipo. Se trataba de un entorno altamente mecanicista proveniente de la ingeniería donde se substituye la idea del sujeto por la idea de usuario, reduciendo de esta manera su complejidad a un modelo matemático de la comunicación. Pioneros como Engelbart o Sutherland se esforzaron por idear maneras de utilizar manos, pies, movimientos corporales o la orientación de la pantalla como base para el establecimiento de interacción entre humanos y máquinas, dando relevancia a este usuario corporeizado como centro del diseño de interfaces.

Efectivamente tal y como nos recuerda Andersen y Pold la base conceptual de la IPO proviene de la psicología cognitiva, basada en estudios empíricos realizados bajo control a través de experimentos psicológicos realizados en laboratorios que pretenden reproducir las situaciones reales de usuarios reales en la interacción con los ordenadores. Así mismo al intento de reducir los factores humanos a disciplina disponible para su aplicación sistemática se le une el avance que aportan los diseños participativos y el el denominado diseño centrado en usuario que circunscribe los análisis a situaciones genéricas de uso y contextos de trabajo, reduciendo de esta manera la unidad de análisis a la cognición aislada de los individuos humanos y dejando de banda por una cuestión de planteamiento de base todo el resto de variables sociales y culturales tremendamente significativas. Tal y como comenta Anthony Dunne los llamados “factores humanos” no son nada más que una generalización y simplificación de la gente y de sus artefactos interactivos con el objetivo de optimizar y racionalizar las interacciones entre hombres y máquinas, pero en ese proceso, por mucho que se produzca un diseño iterativo, se pierde justamente la evolución de los intereses y la experiencia de los usuarios, las llamadas dinámicas de uso.

Una interfaz tal y como James Garret la define desde una perspectiva próxima a la comunidad IPO expresa una tensión entre la organización racional del contenido con la necesidad de una aproximación intuitiva a la utilización de ese contenido. Por su parte Brenda Laurel la define como una superficie donde el contacto entre interacciones y tareas hace posible la perfomatividad de las funciones, una superficie que para Norman Long se convierte en un punto crítico de la interacción entre mundos de vida. Así progresivamente la interfaz no es vista tanto como un espacio “entre”, como un lugar en el que se constituye la experiencia de usuario en sí misma, porque, tal y como afirma Michel Serres respecto a estos espacio “entre”, estos son mas complicados de lo que uno parecería pensar en un principio, menos una conjetura bajo control que una aventura a sostener.

Aun así tampoco podemos obviar que, en términos semióticos, las interfaces de los ordenadores actúan como códigos que cargan de mensajes culturales los medios de todo tipo. Así el código raramente se convierte en un simple transporte neutral pues inexorablemente afecta al mensaje transmitido con su ayuda. Podemos establecer entonces una no-transparencia del código, que nos lleva a vincularlo con la hipótesis de Sapir-Whorf que dice que el pensamiento humano está determinado por el código del lenguaje natural y por eso los hablantes de diferentes lenguas perciben y piensan sobre el mundo de diferente manera.

Por ello es lógico pensar que la creación de interfaces que contribuyen a modificar las percepciones establecidas en el mundo sea uno de los objetivos básicos de la creación artística digital. La rotura de las correlaciones establecidas entre inputs y outputs deviene estrategia creativa capaz de abrir todo un nuevo campo de posibilidades de interacción y al mismo tiempo de percepción. Como dice Andreas Broeckman la interfaz es tanto el terreno como la herramienta donde convergen las fuerzas del campo de la mediación y que pueden convertirse en un campo de acción y en un campo de subjetivación. La presencia y la participación se pueden desencadenar desarrollando interfaces híbridas, plurales y porosas que atraviesan los terrenos mediatizados y las experiencias "reales" y así faciliten las formas de ponerse en línea que son, al mismo tiempo, las formas de hacerse público.

Tal y como nos señala Alex Wilkie, podríamos afirmar, con la perspectiva que nos aportan los estudios de ciencia y tecnología, que el diseño de interfaces más que estar orientado a la consecución de una mayor funcionalidad e intercomunicabilidad entre mundos dispares, lo que hace es generar ensamblajes que reconfiguran identidades en proceso que se necesitan mútuamente para poder ser co-producidas. Hay una codependencia de usuarios e interfaces en dinámica recíproca, y no se puede aislar a unos sin las otras, más bien construyen una red de elementos interoperativos que cuando se ensamblan se convierten en auténticas cajas negras indescifrables, hasta su rotura. Esta claro que los usuarios median las relaciones entre lo social y lo tecnológico en el proceso de aplicación de los principios del diseño centrado en usuario, pero, siguiendo a autores como Bruno Latour, Michel Callon o John Law, también es cierto que en este proceso intervienen tanto actores humanos como no-humanos, articulándose de forma recíproca hasta tal punto que los usuarios mismos devienen ensamblajes sociales y tecnológicos (semántico-materiales) que formalizan tensos alineamientos de intereses en incesante construcción.

Ciertamente hoy podemos decir que las interfaces están por todas partes pero a menudo no las vemos, quizás por no tener entrenada la mirada que las descubra en el intersticio de lo que sucede, quizás por su estratégica apuesta por la invisibilidad inocente que todo lo media. Y así nos envuelven construyendo sigilosamente una relación con el mundo, es más, creando mundo mientras nos micro-construyen en cada distraído acto que las contiene. Nos hemos habituado a ellas hasta tal punto que hoy nos parecen de lo más natural y alegremente delegamos en ellas convirtiéndolas en meros intermediarios, sin sospechar que en su mediación haya nada que pueda interferir, enturbiar, influenciar, construir o simplemente desviar el prístino transcurso de las cosas que han de suceder en cadena. Están ahí plantadas tras la máscara de su funcionalidad unívoca mientras muestran de forma cristalina su impúdica verdad.

Las interfaces, esos ángeles transmisores que comunican mundos dispares, que conectan territorios incomunicados que necesitan de quien traduzca intereses, deseos, intenciones, actuaciones y sobretodo esperanzas. Ángeles transmisores de verdad, ángeles anclados en su materialidad constitutiva a pesar de su aparente condición alada y etérea. Ángeles tremendamente materiales que articulan, conectan, vehiculan, traducen, transmiten o ponen en disposición. Jamás sospechamos de ellas pues fuimos nosotros quienes las creamos y se suponía que debían ser meros efectos a imagen y semejanza de nuestros designios, materia inerte pasiva resultado de la idea creadora activa del buen hacedor. Ni por asomo aparecieron pensamientos que podrían llegar a ser éstas las que se atraviesen a hacernos a nosotros, los hacedores. Están ahí, y quizás hasta sean algo, pero siempre serán menos que nosotros que les otorgamos su ser con nuestra benevolencia, nos decíamos.

Así las vimos siempre, y así continuamos viéndolas. No es de extrañar pues que nos cueste tanto pensarlas y en cambio apliquemos acríticamente los manuales técnicos al uso reproduciendo una y mil veces las fórmulas ensayadas de un mismo patrón autocomplaciente. Y por ello tampoco es de extrañar puedan llegar a convertirse, tal y como decíamos antes, tanto en el terreno como en la herramienta en donde convergen las fuerzas del campo de la mediación que pueden transformarse en un campo de acción y de subjetivación clave. Quizás deberíamos aventurarnos a pensar que las interfaces nos hacen tanto como las hacemos nosotros a ellas, y que por ello nos atrevamos a pensar que construyen relaciones sostenidas en el tiempo -con mayor o menor perdurabilidad- y las anclan extra-somáticamente en forma de botón, de flecha o de palanca prefigurando comportamientos y potencialidades a explorar en este baile conjunto entre hombres y máquinas que se llama interfaz. Producen mundo con su discreto encanto mientras nos permiten atisbar por el resquicio de la puerta esa vida secreta de las cosas escondida tras la opacidad de nuestra mirada desentrenada.

Aprendamos pues a abrirlas de par en par y descubrirlas ahí donde estén, aprendamos a mirar qué se esconde tras sus metáforas, sus acciones, sus estándares, sus usos y usuarios, sus códigos, eventos, efectos y afectos que revolotean por detrás, delante, a un lado, al otro, dentro y alrededor más allá de la tenue superficie que todo lo eclipsa. Aprendamos a conjugar el verbo interfaz en su contexto, moviéndonos con él y observando los fluidos que le acompañan, para devenir con la interfaz, para devenir-interfaz y construirnos otros. En el tránsito aprenderemos que una teoría del interfaz es a la vez una teoría de la cultura, porque también (o precisamente) somos en y a través de ellas, porque estas no pueden estar más que inscritas en un entramado de relaciones material y discursivamente heterogéneas que producen y remodelan todo tipo de actores implicados.


Referencias.

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